Fotos: Sebastian Pancheri. Texto: Germán Mangione
Rosario no es en estos momentos, uno de los lugares más fáciles de vivir. Al aumento de los caso de COVID-19, que hasta ahora mirábamos bastante de lejos, el reinicio de la guerra narco policial tras el relajamiento de la cuarentena y el record de femicidios y denuncias de violencia contra la mujer….se le sumó el humo.
Ese humo al que ya estábamos acostumbrados algunos días al año, emanándose desde gigantescas columnas de fuego sobre las islas entrerrianas que pueblan el Paraná frente a nuestras costas.
Pero esta vez fue demasiado. No solo porque en medio del encierro de la cuarentena aparece como un enemigo invasor de los hogares, que hace aún más difícil y menos llevadero ese único remedio que hemos encontrado al coronavirus. Sino porque además se ha prologando al infinito y crece, casi con visos de provocación, a cada semana. Las imágenes de la devastación del ecosistema isleño queman no solo pastizales secos sino las conciencias de cientos de rosarinos y rosarinas, jóvenes en su mayoría, que ven en aquel hecho la prueba más fehaciente de que la lógica del capital puede arrasar con todo, incluso con la casa común que es el ambiente.
Con una mezcla de consignas, sin mucha seguridad de dónde encontrar los responsables, ni como detener lo que consideran un ecocidio, se lanzaron a la calle (esa que hoy nos es esquiva gracias a la enfermedad invisible) para organizarse y decir “acá estamos”.
Cientos de bicicletas se desplazan como un enjambre por la costa rosarina hasta llegar al puente que une la ciudad de Rosario con la localidad entrerriana de Victoria. Allí se planta bandera. O mejor dicho se plantan banderas. Las de Argentina flamean junto a las de los pueblos originarios, y se adosan a los carteles que piden el fin de las quemas, el fin del ecocidio, el fin de un modo brutal de producir. Que piden en resumidas cuentas el comienzo de otro mundo, en el que nuestro ambiente deje de ser vista tan solo como un commoditie.
Entre las incertidumbres crecen algunas certezas. Algunos deciden por lo que es de todos y todas. No tenemos soberanía sobre los bienes comunes. Quienes deciden como producir lo hacen sin tener en cuenta más lógica que la de la ganancia.
Y ahí en las asambleas, sin mate compartido, se comparten y se mezclan ideas sobre las soberanías perdidas comunes.
Vicentin, los chanchos chinos, la hidrovia, la ley de humedales y hasta los cuerpos femeninos que algunos piensan pueden tomar y destrozar como si fuesen de su propiedad.
Lo que se abre paso entre el humo y es cada vez más claro es que “defender el ambiente, es defender la soberanía”. Y hacia allá van organizándose.