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La ultraderecha no para: conspiraciones y transfobia

*Por Ludmila Fernández López

¿Cómo se conectan la discusión sobre la participación de personas trans en el deporte, el enfrentamiento geopolítico entre Rusia y Occidente, y las conspiraciones promovidas por el partido Republicano en Twitter? El episodio alrededor de la boxeadora argelina Imane Khelif entreteje todos esos hilos, y quizás por eso llegó a ser tendencia dos días seguidos en Twitter e inundar los portales de noticias, los noticieros de televisión y las horas de radio. Ahora que bajó la espuma y volvemos a la programación habitual, donde a casi nadie le interesan los debates sobre la justicia en el deporte femenino, vamos a destejer los nudos para intentar entender el panorama.

A estas alturas, seguramente la mayoría de lxs lectores sepan que la conversación alrededor del abandono de la boxeadora italiana Angela Carini en una pelea contra Imane Khelif, en la instancia clasificatoria del boxeo olímpico en París 2024, estuvo distorsionada por falsedades y malos entendidos desde el minuto uno. Pero, por las dudas, iniciamos con unas aclaraciones básicas: Imane Khelif no es una mujer trans. De hecho, la participación de mujeres trans en París 2024 estuvo prohibida. A diferencia de los Juegos anteriores, celebrados en Tokio en 2021, en esta edición no hubo ninguna mujer trans visible compitiendo en ninguna disciplina. Si a esto se suma el hecho de que en Argelia no se garantiza el derecho a la identidad de género, y las políticas LGBTIQ+ son nulas, queda claro que la idea de que esta nación musulmana enviara a una mujer trans para representarlos podría ser más parte de una fantasía progresista que de una preocupación de la ultraderecha occidental.

Pero aunque Khelif no sea una mujer trans, igual podría ser una mujer cis con ventajas por sobre el resto, por tener “mucha” testosterona (hiperandrogenismo) o “cromosomas XY”. Esta fue la contraargumentación de los miles y miles de haters en redes sociales que, una vez confrontados con la realidad, recalcularon su alarido indignado: lo sacaron de las personas trans y lo enfocaron en las personas intersex. Vamos entonces con las aclaraciones del caso.

Desde hace alrededor de un siglo, existen políticas que limitan la elegibilidad de las mujeres en la competición deportiva. La sospecha de que una mujer con apariencia masculina pueda ser un varón disfrazado dispuesto a llevarse medallas fraudulentas existe al menos desde 1930. Desde entonces, siempre ha habido normas que prescriben hasta dónde se considera mujer a una persona. De acuerdo a la época y a los discursos biomédicos preponderantes en cada momento, se han practicado inspecciones oculares para verificar la genitalidad, pruebas de ADN para determinar los cromosomas y, en la actualidad, pruebas hormonales para medir los índices de testosterona. Como en la naturaleza humana no existen dos sexos dicotómicos y excluyentes, desde la biología y la medicina se han construido parámetros para poner un límite entre lo masculino y lo femenino, y estos parámetros mutan a lo largo del tiempo, tanto por los avances tecnológicos y el mayor rigor científico, como por las discusiones políticas y los sesgos sexistas y racistas que interfieren en cada momento histórico. Casos como el de Caster Semenya, la corredora sudafricana expulsada de las pistas y obligada a reducir de forma artificial la testosterona segregada por su cuerpo de forma natural, exponen la complejidad del asunto y el componente racista de la cuestión. Como resumen del problema, podemos decir que las políticas de elegibilidad contemporáneas le causan problemas a las mujeres negras y/o racializadas del Sur Global, ya que se basan en el ideal de la mujer blanca y femenina para delimitar lo aceptable en la competición.

Antonio Lacerda / European Pressphoto Agency. 2016. Caster Semenya intenta acercarse a sus rivales en Río 2016, que la rechazan. Luego denunciarían que ella posee una ventaja injusta.

Sin embargo, en el caso de Imane Khelif no está tan claro que haya, siquiera, un conflicto entre sus hormonas y los reglamentos deportivos. En principio, surge el interrogante de por qué, si fue descalificada previamente por la Asociación Internacional de Boxeo (IBA), pudo participar en un Juego Olímpico, si desde 2021 que el Comité Olímpico Internacional (COI) delegó en cada federación deportiva la potestad para definir qué mujeres son admisibles y quiénes no. Aquí entran en juego las tensiones geopolíticas. Sucede que los Juegos Olímpicos son un escenario de sublimación de tensiones bélicas, a la vez que una vidriera de Occidente. Mientras que la delegación de Israel pudo participar sin problemas, así como la de Ucrania, la delegación rusa fue vetada de los Juegos Olímpicos por el conflicto bélico ruso-ucraniano. Pudieron participar algunxs atletas bajo la sigla AIN, Atleta Individual Neutro, con la prohibición de usar cualquier símbolo nacional. En el Juego pasado también tuvieron prohibida la bandera y el himno rusos, aunque en ese caso fue por problemas de doping y pudieron usar la sigla ROC (Comité Olímpico Ruso).

En esta historia de constantes enfrentamientos, la IBA, la única asociación deportiva internacional manejada por un ciudadano ruso, fue desconocida por el COI para esta celebración olímpica. Las tensiones escalaron tanto que, si para 2027 no se conforma un nuevo organismo regulador del boxeo, este deporte será excluido de los próximos Juegos Olímpicos. Mientras tanto, es el COI quien regula el boxeo olímpico y por eso las sanciones de la IBA sobre la deportista argelina no tuvieron peso. El presidente de la IBA, Umar Kremlev, está vinculado al gobierno de Vladimir Putin y se le conocen declaraciones como que el COI es “un ente que promueve la sodomía absoluta y la destrucción de los valores tradicionales”. A pesar de que Khelif compite en torneos regulados por la IBA desde 2018, los “test de género” se practicaron sobre la boxeadora argelina recientemente, luego de que le gane una pelea a la rusa Azaliia Amineva y la deje afuera del Mundial de 2023. Este es el contexto para que entendamos de dónde salen las primeras declaraciones sobre el cuerpo y la identidad de Imane Khelif. Y es una muestra de por qué el sexo, y no solamente el género, es cultural: no porque no exista la materialidad del cuerpo, sino porque todo lo que se dice sobre la misma está inserto en una trama de nociones políticas y culturales sobre lo que se entiende por la feminidad y por la masculinidad en una sociedad determinada.

Aun así, con todo lo que se le pueda observar a la IBA, si la federación tuviera pruebas fehacientes de alguna condición de hiperandrogenismo que vuelva a Khelif una persona con ventajas injustas sobre sus rivales, entonces deberíamos conocer dicha información para avanzar con la conversación acerca de la justicia en el deporte. El problema es que la IBA no hizo ninguna publicación clara al respecto, y el otro problema es que a nadie le importa demasiado. La discusión acerca del hiperandrogenismo y de las mujeres trans en el deporte (dos temas diferentes, pero con puntos en común) es parte de una conversación activa entre las dirigencias deportivas, las atletas afectadas y organismos internacionales como la ONU, que observan con preocupación las vetas discriminatorias en los reglamentos. Pero para el resto de la sociedad, no interesa si Khelif tiene un nanomol más o menos de testosterona en la sangre (igualmente, la IBA aclaró que no midió su testosterona, por lo que no sabemos siquiera qué parámetro utilizó), y tampoco interesa si esta condición debería ser considerada injusta mientras otros rasgos físicos ventajosos se aceptan sin problemas o, como ocurre en la categoría masculina, a nadie le preocupa medir las hormonas de ningún atleta. Lo que moviliza es promover el odio contra la comunidad trans a partir de un pánico moral sobre el que tanto las ultraderechas como los grupos feministas transexcluyentes (TERF, por sus siglas en inglés) vienen trabajando hace años. Todo el resto es accesorio.

Natalie Wynn se define como ex filósofa y youtuber. Su canal de YouTube tiene cerca de dos millones de suscriptores y sus extensos video-ensayos sobre temas como la envidia, la masculinidad o la transfobia promedian los cinco millones de vistas. En uno de sus videos, señala que los riesgos de la transfobia no acechan solamente a la personas trans, puesto que cualquier incongruencia entre la apariencia y las expectativas de género puede despertar actitudes discriminatorias basadas en el transodio, aunque esa incongruencia se dé en una persona cis (cuyo género coincide con el sexo asignado al nacer). Aquí, Wynn se detiene en el ejemplo de los baños públicos y cuenta que ella, como mujer trans blanca estadounidense con passing (es decir, que luce femenina y “pasa por mujer” sin mayores dificultades) no ha tenido problemas para usar los baños públicos de mujeres. En cambio, para las lesbianas butch (aquellas que lucen más masculinas) esto sí es un problema real. Aunque sean mujeres cis con útero y vagina, la apariencia exterior provoca más sospechas e incomodidades que las gónadas.

Estos problemas no los causan únicamente los conservadores de toda la vida o las nuevas derechas, encarnadas mayormente por varones jóvenes antifeministas. Paradójicamente, las feministas TERF también recaen en estas actitudes y terminan atacando lo que ellas mismas critican: que a una mujer cis, con genitales femeninos, se la persiga porque no cumple con las expectativas asignadas a su rol de género. Así llegamos a J.K. Rowling, la autora de la saga de Harry Potter, una escritora consagrada y multimillonaria que lleva varios años abocada a la contienda antitrans.

Acá destejemos el otro hilo pendiente en la maraña: la agenda conspirativa del Partido Republicano estadounidense, que está en plena campaña electoral contra una candidata mujer, progresista y racializada; o sea, tienen las garras más afiladas que nunca. Para los republicanos, polarizados hacia la ultraderecha, la comunidad trans es un enemigo declarado. ¿Y qué tiene que ver Rowling, una escritora británica, con esto? Desde hace al menos cuatro años, Rowling se inscribe en la deriva TERF del feminismo radical. Su activismo no se reduce a sus tuits: la novela de su autoría “Sangre turbia”, firmada bajo el seudónimo Robert Galbraith, publicada en 2020 y traducida al castellano en 2022, trata sobre un hombre que se disfraza de mujer para infiltrarse en espacios femeninos y así violar y asesinar mujeres. ¿Y qué tiene que ver Elon Musk, otro de los actores centrales en la campaña de desinformación y odio? Además de ser amigo de Trump y de los republicanos, el sudafricano nacionalizado estadounidense tiene una hija trans sobre la cual ha dicho que la considera víctima del “virus woke” (una traducción de woke podría ser progre). Musk compró la red social Twitter con la intención de incidir fuertemente en la conversación pública y acabar con el virus de las ideas progresistas y feministas. Por último: ¿qué tiene que ver Javier Milei, nuestro presidente, que dedicó diecinueve tuits a sumarse a la ola de violencia y acoso contra Khelif? Su admiración confesa por Musk y su papel activo en la batalla cultural contra los feminismos y el progresismo nos ponen fácil la respuesta. A estos personajes no les importa la justicia en el deporte femenino, solamente quieren generar clics con sus discursos de odio. Esta práctica se conoce como ragebait, un tipo de clicbait orientado por la rabia (rage).

Y ese ragebait no fue espontáneo. El medio Volcánicas publicó una investigación donde confirman que la campaña de odio contra Khelif fue parte de una acción coordinada, que comenzó al menos cinco días antes de la pelea de la discordia. Un portal abiertamente transodiante inició la conversación y fue amplificado por otras cuentas similares, a lo que se sumaron los dirigentes italianos Giorgia Meloni y Matteo Salvini. De acuerdo a la asociación civil Comunicación para la Igualdad, la desinformación de género tiene tres características: se basa en falsedades, tiene una intención maliciosa e implica acciones coordinadas. Todo lo que tuvo este episodio. El ecosistema de la ultraderecha recurre mucho a la desinformación de género porque allí encuentran uno de sus blancos favoritos, la agenda feminista y LGBTIQ+, y pueden usar sus tres armas preferidas: las mentiras, los pánicos morales y las conspiraciones.

Un pánico moral es una reacción exacerbada a un miedo social, promovido por los medios de comunicación —esto dice la definición tradicional del concepto; hoy sumamos a las redes sociales como amplificadoras innegables de lo que producen los medios y, a veces, como generadoras iniciales del pánico. El miedo a que un hombre se inmiscuya en un baño de mujeres, travestido para camuflarse, y las ataque en su espacio de intimidad es un temor avivado por narrativas como la de Rowling en su novela y articulado con el miedo a que esos mismos hombres travestidos se roben la gloria de las deportistas femeninas, amparados por los derechos que la agenda progresista les ha facilitado. Si esto lo combinamos con la vocación conspirativa de la ultraderecha, cobra sentido la turba iracunda que se desató sobre Khelif, tanto la coordinada como la orgánica. Porque la ultraderecha no solamente odia a las personas trans realmente existentes, sino que ve personas trans por todas partes. Natalie Wynn, en su visita de la semana pasada al podcast de Matt Bernstein, desarrolla el concepto de transivestigation, cuya traducción podría ser “transivestigación”. Refiere a investigar a una persona que todxs conocemos como cis bajo la sospecha de que sería una persona trans encubierta. Parece que en los foros de la derecha, es habitual encontrar posteos que se preguntan si Taylor Swift, Madonna, Melania Trump o Michelle Obama no son realmente mujeres trans que intentan engañarnos. Igual que con el problema de los baños públicos, Wynn advierte sobre cómo el transodio emana y tiene capacidad de daño mucho más allá de las propias personas trans.

En el caso de Khelif, el espiral de transivestigation que la envolvió, además de ponerla en el ojo de una tormenta de ciberbullying desmedido y de habilitar que cualquier ciudadano de a pie se considere con autoridad para emitir una opinión sobre su cuerpo y su derecho a ganarse una medalla olímpica, también pudo haberla puesto en alto riesgo por tratarse de una ciudadana de Argelia, nación cuyas legislaciones no avalan ningún tipo de transición de género, ni tampoco de afirmación identitaria como persona intersex. De su parte, la boxeadora —ahora campeona olímpica— avisó que tomará acciones legales contra quienes promovieron la campaña de odio en su contra. También reafirmó su identidad femenina y sugirió que se vieron humilladas ella y su familia por ser señalada como trans. Acá empezamos a caminar en suelo pegajoso porque, probablemente, la boxeadora no va a abanderarse en la causa transinclusiva ni a promover la aceptación de todos los cuerpos en la categoría femenina, como nos gustaría a quienes la reivindicamos activamente durante los Juegos. Tampoco lo hizo en su momento Caster Semenya que, si bien denunció la injusticia de los reglamentos, siempre insistió en que ella es una mujer y nunca amplió la conversación hacia la existencia y el derecho de las personas intersexuales. Lo importante, aquí, es no perder el foco: no podemos montar nuestras expectativas ni nuestro marco teórico sobre deportistas no occidentales que van a luchar por su derecho a competir pero no necesariamente van a reivindicar la aceptación trans o intersex. Sin importar si ellas abogan o no por la inclusión en el deporte, su integridad debe preservarse de las afrentas odiantes de la ultraderecha conspiranoica. Que no solamente las afecta a ellas en forma directa, sino que empaña la conversación pública con falsedades, temores infundados y distracciones que nos tienen durante días desmintiendo fakes cuando a sus autores y a sus amplificadores les importa muy poco la veracidad de los hechos o el alcance de sus agresiones.

* Ludmila Fernández López. Comunicadora feminista en proceso de doctorado. Tiene un Máster en Estudios de Género por la Universidad de Cádiz y es Licenciada en Comunicación por la Universidad Nacional de Quilmes. Publicó el libro “Performance de género en el deporte de elite. Caster Semenya y la vigilancia sexo-política” como parte de sus investigaciones en género y deporte. Forma parte de Comunicación para la Igualdad donde se desempeña como docente, investigadora y productora de contenidos. Es Ayudante de Cátedra en la Universidad Nacional de La Plata

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