Por Franco Sgarlatta*
El vocero presidencial Manuel Adorni anunció la iniciativa legislativa del actual gobierno para penar el «adoctrinamiento» en las escuelas. También informó la habilitación de una línea telefónica para denunciar «el adoctrinamiento o la actividad política que no respete la libertad de expresión», la que pretenden defender con una ley mordaza.
La denuncia de adoctrinamiento en las escuelas no es del todo novedosa. Durante el debate presidencial de cara a la primera vuelta electoral de 2023, en el bloque sobre educación, Patricia Bullrich prometía que, con ella, «el adoctrinamiento se termina de una vez y para siempre». Javier Milei ha insistido en distintas ocasiones con la idea de que la educación pública «ha hecho mucho daño lavando el cerebro de la gente».
La acusación a la escuela como un espacio de adoctrinamiento se ha transformado en un eje central de disputas políticas en Argentina y la región en los últimos años. Campañas como Con mis hijos no contra el abordaje de la desaparición de Santiago Maldonado en las aulas, Con mis hijos no te metas contra el tratamiento de la ESI en Argentina y varios países de la región, o el movimiento Escuela Sin Partido en Brasil, impulsado por el gobierno de Bolsonaro, se estructuran apuntando contra la docencia, incluyendo mecanismos de denuncia formales impulsados desde el Estado.
Existe toda una retórica que presenta al campo educativo como un campo de batalla que tiene, de un lado, a la docencia y, del otro, a las familias. Es una narrativa bélica que luego tiene efectos de realidad en las comunidades escolares, erosionando, entre otras cosas, el reconocimiento de niños, niñas y jóvenes como sujetos de derecho, donde aparecen siempre como objeto de otros intereses: del Estado, del profesorado, de la familia.
La actual ministra de seguridad, Patricia Bullrich, también en el debate que mencioné, en su trunca carrera presidencial, ensayó una reivindicación de la escuela pública de Sarmiento, la escuela adoctrinadora por definición, en el sentido estrictamente político del término. La educación política siempre ha estado presente en la escuela argentina y es su marca de identidad. ¿Qué otra cosa son los códigos o reglamentos escolares que pretenden modelar conductas y formar hábitos mediante premios y castigos? ¿Cómo deberíamos llamar a la insistencia de la escuela en la organización de los actos patrios, el izamiento diario de la bandera y tantos otros ritos que toman como objeto de enseñanza las emociones identitarias vinculadas a la Nación? ¿No es adoctrinar el mandato que la democracia da a la escuela cuando le pide que ofrezca instrucción jurídica y promueva un determinado ideal de ciudadano, sea cual sea ese ideal?
El tema es por qué, en este momento, aparece en el debate público de manera recurrente y enfática el asunto del adoctrinamiento escolar. Hay muchas interpretaciones posibles acerca de este fenómeno, pero mirando el escenario más largo de los últimos 20 años, al menos en Argentina, el recrudecimiento de estos discursos coincide, paradójicamente, con todo un andamiaje jurídico y también desarrollos en el campo educativo dirigido a reconocer a niñas, niños y adolescentes como sujetos de derecho..
La sanción en el 2006 de la Ley de Educación Sexual Integral fue interpretado desde algunos sectores políticos y sociales como una afrenta al derecho de las familias a elegir el tipo de educación para sus hijas e hijos. La más reciente reforma del Código Civil y Comercial reemplaza la patria potestad por la responsabilidad parental, de conformidad con varios principios constitucionales e internacionales como el reconocimiento de niñas, niños y adolescentes como sujetos de derecho, el principio del interés superior del niño y su autonomía progresiva, en el marco de una creciente democratización de las relaciones familiares.
Esta tendencia también va a interpelar al ámbito de la enseñanza política en la escuela, dando lugar a un modelo de formación ciudadana que, a diferencia de la tradicional formación cívica, concibe a estudiantes como sujetos autónomos y agentes de cambio. Simultáneamente, en el campo didáctico, emergen saberes no disciplinares como la reflexividad, el pensamiento crítico y el diálogo argumentativo, una tendencia precisamente opuesta a lo que habitualmente llamamos adoctrinamiento.
El anuncio del gobierno, así como el asedio permanente contra las iniciativas políticas y pedagógicas que proponen abrir en la escuela un espacio para la crítica social y la participación ciudadana, forma parte de intentos sistemáticos y crecientes de la derecha regional de adoctrinar a la docencia, mediante la amenaza siempre latente de ser denunciada, perseguida o escrachada por sus ideas. Es una movilización reaccionaria contra conquistas de derechos y márgenes de autonomía que, al involucrar a niñas, niños y adolescentes, encuentra también eco en muchas familias que ven debilitada la relación de “propiedad” sobre su descendencia.
La derecha se monta sobre este pánico para su disputa hegemónica en la exaltación de la propiedad privada como el derecho fundamental del individuo y la simultánea degradación del bien común, apelando a la única propiedad a la que puede aspirar la mayor parte de la población: la pretendida propiedad sobre sus hijxs. Una población expoliada de cualquier otro derecho o propiedad, que busca desesperadamente un culpable y a la que la derecha le ofrece un chivo expiatorio a su medida: la culpa es de la escuela o, alternativamente, de las feministas, del marxismo, de la disidencia sexual.
El adoctrinamiento gubernamental sobre la docencia en nombre de la libertad individual, así como la degradación de la escuela pública en nombre de la libertad de las familias de elegir la educación de sus hijxs, más que paradojas, son la evidencia de la incompatibilidad entre la exaltación del individuo y su propiedad como principio ordenador de la vida social y los procesos sociales de construcción de autonomía real de los sujetos.
La reivindicación de la autonomía de niñas, niños y adolescentes supone la construcción de la escuela como espacio público donde la diversidad no sea lo opuesto a la igualdad, ni la libertad de las personas contradictoria con la construcción del bien común. Exactamente, lo contrario a las políticas de fragmentación del sistema, competencia entre instituciones y mercantilización que promueve el gobierno de Javier Milei para la educación, profundizando tendencias ya existentes en el sistema.
Esta discusión debe llegar y llegará tarde o temprano a las aulas. La escuela se transformará nuevamente en objeto y escenario de un debate y una disputa fundamental. El gobierno se arma con una ley mordaza para callarnos y llama a la trinchera de la batalla a las familias. No se trata de una comunidad ideológica, que es lo que les propone Javier Milei con su política de adoctrinamiento gubernamental. Se trata, en cambio, de recuperar la comunidad educativa a partir de su evidente materialidad: la comunidad de quienes habitamos la escuela, de quienes necesitamos de ella para reproducir nuestra vida y la de nuestras familias, y que podemos reconocernos en la precarización creciente de nuestra existencia y la consecuente pérdida de los márgenes de autonomía real, tanto más estrechos cuanto más avanza el gobierno de la “libertad”.
*Esta nota fue originalmente publicada en La Tinta. Franco Sgarlatta es Profesor en Filosofía y Especialista en enseñanza de las Ciencias Sociales por la Universidad Nacional de Córdoba. Actualmente se desempeña como docente en distintos niveles educativos de la ciudad de Córdoba.